Otro aleph

Correa tenía un aleph. Aunque cualquier posesivo excediera esa relación. En su escritorio había uno, que en nada semejaba al de Carlos Argentino o al de la columna de la mezquita del Cairo, pero igualmente genuino. Durante catorce años lo conservó, lo usó. Tal vez por esa razón sobrevivió al trabajo de contador de la sucursal Ciudadela del banco Nación y al matrimonio con la Nelly.

Correa solía sentarse en su escritorio todas las noches a fumar Imperiales y tomar un vaso de Criadores, sin importarle las quejas de su esposa. El aleph no podía verse, no podía oírse, no podía percibirse con ningún sentido humano. Los alephs, los pocos que persisten, son imperceptibles. Al principio, cuando despertaba en el escritorio creía recordar sueños inverosímiles que asociaba al whisky. Le tomó cinco años entender que provenían del aleph. La palabra misma surgió de esa fuente inagotable.

Su casa gozaba de una casi absoluta asepsia de libros, sólo poseía una gastada Biblia, una colección de veinticuatro tomos del Readers Digest del año 86 y el código de comercio del año 74. Pese a esto el aleph le permitió disfrutar de modestos placeres literarios y de otros tipos. Entendió por qué afloraban en su mente los nombres de Pedro Damián o Max Preetorius, pudo disfrutar de la obra de Menard y Quain, a veces la imagen sensual de la Viterbo conseguía excitarlo. En esos catorce años, Correa vio crecer a sus hijas, las vio compartir la desaprobación de la Nelly por su reducto doméstico, casarse y dejar la casa paterna.

Una noche el aleph no estaba. Correa lo supo al salir del letargo. No se le ocurrió pensar que pudiera haberse consumido. No se le ocurrió pensar que la ausencia se debiera al carácter dinámico e impredecible del aleph. Una idea se fijó en su mente. A la mañana siguiente, mientras sorbía la taza de café antes de salir para el trabajo miró con aversión a la Nelly, de espaldas, lavando los platos y se dijo: esta vieja chota no me vuelve a ver el pelo.


Horacio Paz

No hay comentarios:

Publicar un comentario