—¿Cómo estás, Marquitos?
Pregunta en voz baja, mientras se sienta frente a la ventana y mira la calle a través de los vidrios que las lluvias de junio y la desidia del dueño consiguen mantener roñosos.
—Como el culo, ¿cómo querés que esté? —contesta Marcos, meneando la cabeza, ajeno a la euforia que lo rodea—. Todos estos boludos, ¿no ven lo que pasa a su alrededor? O no les importa, que es peor. Así estamos… ¿Sabés algo?
—Lo mismo que vos —responde Juan, mirando hacia un costado, inquieto—. Pero parece que Lucas viene con las últimas noticias. No me quiso adelantar nada por teléfono. Por eso te cité.
Una pequeña multitud, desordenando mesas y sillas, rodea al televisor color, el único artefacto suntuoso que hay en este bar de barrio. El partido es seguido con todo tipo de exclamaciones. Alguien se sube a una silla y agita una banderita de plástico, una de las miles que inundan la ciudad en estos días.
—Asesinarlo de esa manera. ¡Qué milicos hijos de puta!
Se irrita Marcos, al ver en la pantalla la cara angulosa y oscura de un militar, uno de los que deciden los destinos de la nación.
—Pará, pará —Juan le aprieta el brazo y le pide, con un gesto, que baje la voz—. No te olvides que él nos dijo que era necesario que pasara lo que pasó. Además, está su promesa de… volver.
Apunta con timidez, esperando la embestida del otro.
—Volver, sí, lo dijo. Unas cuantas veces. Pero, ¿no andaba diciendo cosas raras en esa época? —recuerda Marcos, mientras bebe mecánicamente el café que el mozo les ha alcanzado de mala gana, obligado a abandonar su lugarcito junto a la barra, frente al televisor—. Lo que siempre me impresionó, en cambio, fue esa caminata suya sobre las olas, en
—¿Y vos te acordás cuando llenó un montón de botellas con agua y al servir, ¡oh, sorpresa! resultó que era cerveza, allá, en la quinta de Ezeiza? —agrega con entusiasmo Juan, sumando anécdotas al registro abierto por Marcos—. Yo estaba borracho, pero no tanto para no darme cuenta.
Un joven entra al bar, abriéndose paso entre los hinchas apretujados que comentan entusiasmados la jugada que se repite una y otra vez en la pantalla. Alcanza a ver una mano que lo saluda desde el fondo. Es una mano conocida.
—Conseguimos el cuerpo —exclama Lucas al acercarse, haciendo un gesto de victoria con los dedos, mientras rescata una silla del desorden reinante—. José, ustedes lo conocen, el primo de Carolina Anchorena, logró que le dieran el cadáver. Lo fue a buscar al Batallón que está en Villa Martelli. Se lo entregaron justo en el arco de entrada que está sobre General Paz. ¿Se imaginan?
Una ovación de los parroquianos, completamente ajenos a esa historia, lo distrae, pero en un segundo continúa la narración, abreviando para llegar a lo más importante.
—Ya llevaron los restos, hoy a la mañana, a la bóveda familiar de José, en Recoleta. Por suerte, ya descansa en paz.
—¿Y las chicas donde se metieron? —pregunta Marcos, preocupado, sin poder salir del asombro que la ha causado el relato.
—Y… no aguantaron y fueron corriendo hasta el cementerio —explica Lucas.
— Pero qué pendejas éstas, tienen que ir a meterse justo en la boca del lobo.
Uuuuuy. El grito retumba en el bodegón. Algunos se agarran la cabeza, otros putean, los más inician el cantito: vamos, vamos… Sólo algún indiferente advierte la llegada de las dos muchachas.
—¡Marcos, Juancho! —. La de minifalda se muestra radiante al descubrirlos—. El plan divino está en marcha. Todo ocurrió como él lo anunció.
Al escucharla, los muchachos, como impulsados por resortes, se paran, se abrazan con las chicas, las besan, contribuyen al pequeño caos que parece instalado desde hace largo rato en el lugar.
—Contá, Magda, contá —pide, ansioso, Lucas.
—Bueno, fue extraordinario. Fuimos con María y Juana hasta la bóveda, ahí en Recoleta. Y encontramos la puerta abierta y un tipo raro sentado en el umbral, con un traje blanco, impecable. Casi nos morimos del susto, pero el hombre nos dice con una voz como de otro mundo: no se preocupen, el ataúd ya está vacío y él las espera en la plaza, bajo el árbol más frondoso.
Magdalena toma aliento, la emoción le cierra la garganta.
—Sí, sí. Corrimos hacia plaza Francia y casi frente al museo, lo vimos —continúa Juana, agitando un vestido vaporoso que le llega casi a los tobillos—. Ahí estaba, como flotando en una luz dorada, hermoso. Cumpliendo su palabra. Magda le partió la boca de un beso. Ya saben como es ésta.
Se ríe, señalando a su amiga, que asiente con la cabeza. Y completa el relato.
—Nos dijo que no nos preocupáramos, que le anunciemos la buena nueva a todos los compañeros. Y que ahora comienza la verdadera batalla. El estará donde lo necesiten, siempre.
Chicos y chicas se funden en una masa que brinca, haciendo crujir el viejo piso de pinotea. Se les desborda la alegría, parece que el boliche es pequeño para contenerla. Pero nadie se extraña por la escena. Ni siquiera les prestan atención. Todos en el bar vibran en un solo grito. La pantalla del televisor muestra el festejo de Kempes luego de vencer al arquero holandés.
Juan Carlos Sánchez
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