Es extraño, piensa la mujer, que no haya una rampa para subir con mayor comodidad. Los asistentes alzan con cuidado la silla de ruedas y ascienden peldaño por peldaño la decena de escalones que separan la vereda de la entrada, mientras su ocupante, oculto en parte su rostro por una mascarilla de oxígeno, sólo tiene disponibles sus ojos para demostrar cierta inquietud, un temor que se manifiesta a cada bamboleo. La mujer, madura, casi una anciana, que se ha quedado al pie de la escalera, mira anhelante. Sus manos enguantadas se abren y cierran, una manera de defenderse del invierno europeo, desvastador para esos argentinos recién aterrizados en Berna. Como sea, el hombre y su silla ya han llegado a la entrada del viejo edificio. Su esposa sube entonces trabajosamente, tomándose de la baranda. Por un momento, los rostros se relajan, los cuerpos se distienden.
El pequeño séquito atraviesa un largo pasillo hasta la última puerta. Uno de los acompañantes franquea el ingreso a un comedor estrecho, con una ventana que muestra una ciudad entumecida por el frío. Muebles modestos, algunas pinturas ordinarias en las paredes. Nada especial. Cuando suena el timbre, sólo unos minutos después, el hombre de la silla de ruedas y su mujer se sobresaltan. Alguien entra, circunspecto, con traje oscuro, unas gafas enormes, un pequeño maletín. Saluda distante, en un mal castellano. Extiende algunos papeles sobre la mesa y se sienta a esperar, en silencio. La mujer toma, entonces, la mano de su marido y le ayuda a estampar la firma en el documento. El hombre de las gafas lo recibe y lo guarda en su portafolio. Les explica los próximos pasos, en un tono decididamente burocrático, muestra al finalizar un frasco con un líquido blancuzco.
Le han dicho que pueden tomarse su tiempo, y ella decide regalarle, regalarse, uno de esos pequeños placeres que han compartido durante los últimos años. Lava con una esponja a su esposo, que sentado en un diminuto banco dentro de la bañera y sólo vistiendo un calzoncillo, parece sonreírle tras la mascarilla, mientras el agua caliente se desliza entre las grietas de su cuerpo. Se permite cerrar los ojos cuando él le acaricia con esfuerzo un pecho, humedeciéndole el pullover. Mientras lo besa en la mejilla mojada, una sensación de dejar nudos bien amarrados a lo largo de una vida le aligera el corazón, le da un respiro.
El baño ha terminado. El hombre reposa en la cama, iluminado por la luz que la pantalla de una vieja lámpara difumina sutilmente por el dormitorio. El rostro de la mujer denota emoción contenida, un esfuerzo por evitar el llanto. Se ha ubicado al pie de la cama y masajea con movimientos suaves uno de los pies de su compañero. Escucha con atención la explicación del burócrata de traje oscuro. Indoloro, en sólo unos segundos, una sensación de adormecimiento repentino, serenidad. Las palabras se depositan en su memoria, dando forma a un relato que nunca olvidará.
Se acerca, la mujer, y se sienta al borde de la cama. No quiere mirarlo a los ojos, sólo sentir la forma de su cuerpo. Lo abraza y escucha, muy bajito, las dos palabras que la estremecen. Se retira y gira. Llora en silencio, no quiere ver lo que ocurre a sus espaldas. El hombre comienza a beber el vaso que le han acercado, venciendo alguna resistencia de su garganta. Con lentitud, como puede, termina el líquido. Unos instantes, y su cabeza descansa sobre el pecho.
El burócrata se acerca, ausculta al hombre, se quita sin emoción el estetoscopio. Apoya una mano en el hombro de la mujer, se va de la habitación. Ella se acerca a la cama y como con una caricia, le retira la inútil máscara de oxigeno. Sus párpados ya se habían cerrado.
Juan Carlos Sánchez
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