Mi vida y yo

7:00 / Suena y me sobresalto. Manoteo. Apago el despertador. Me doy vuelta, estiro una pierna. Me sobra espacio en la cama. Cierro los ojos para encontrar, para perderme en ese sueño. Ella se veía tan bella. Poder recortar la escena. Apoyarla en la mesa de luz. Tenerla a mano en cualquier momento.

Me levanto.

Baño, pis. Espejo, dentífrico. Bañera, ducha. Cocina, luz. Hornalla, llama. Pava, agua. Azúcar, tazas, leche, mesa. Vuelco el agua en la taza. Me gusta cómo se oscurece cuando agito el saquito de té. Unas gotas de leche se derraman sobre el mantel. Siempre ocurre lo mismo cuando el cartón recién se perfora. Ah, el diario, asomando siempre por debajo de la puerta. Me encanta leer el diario a la mañana. No importan los titulares.

Se oye un sonido agudo. Voy hasta el cuarto de Rodrigo e intento inútilmente que se detenga la alarma del celular. Mi hijo estira una mano desde la cama y lo logra. Balbucea algo. El sabrá. En el otro dormitorio, Anita duerme. Vaya uno a saber a qué hora despertará la nena. Vuelvo a lo mío.

8:12 / Coloco el cidí de Bajofondo en el estéreo. Manejo por las mismas calles hace años. Hoy percibo cosas nuevas. Mi perspectiva ha cambiado, el mundo gira en otro sentido. No sé. Se viene abajo el cielo. El auto se colma con una voz que lija el aire, aguardentosa, la voz de Santullo.

"Suelo mojado, el tránsito encajonado / como un perro que ladra encerrado / en una trampa desconocida."

Las nubes se cierran. Las gotas se aplastan contra el parabrisas. Las escobillas las exterminan. Arrecia el chubasco. Un rayo se muestra y se esconde en un segundo. Fugaz. Hermoso.

"La lluvia que salpica la memoria enrojecida por la nostalgia / como lágrimas partidas / como lágrimas perdidas."

Los charcos multiplican la ciudad. Casas, autos, peatones reverberan en el espejo líquido. Se desdibujan, se disuelven en algunos colores, en varios grises. Un calor húmedo me va envolviendo, pero no puedo abrir la ventanilla. Me gusta.

"Tiempo mejor, cielo de miel / ahora que sale el sol / y empieza a calentar la piel."

Guau. Qué momento.

8:55 / Bajo molesto del auto, luego de estacionar a una cuadra de mi trabajo. La lluvia perdió su encanto. El maletín, una carpeta, el paraguas, algo sobra. Piso una baldosa floja. Me empapo hasta la rodilla. Puteo.

Toco el portero eléctrico. Me abren, entro rápido. Saludo a mis compañeros con un buen día y un gesto. A las chicas les doy un beso. Se ofenden si paso de largo. Una, dos, tres, la cuarta es Mara. Me recorre un brazo con su mano, me aprieta, me mira con sus ojos verdes. ¿Cómo estás?, me dice. Sostengo la mirada cuatro segundos. Al quinto reacciono, repaso con la lengua mis labios resecos, busco la respuesta adecuada. Muy bien, contesto con esfuerzo, exhalo un suspiro. Zafo de su apretón con un movimiento imperceptible. Me incomodan las personas que hablan y te tocan. Soy reacio a los contactos físicos. Pero Mara me inquieta mucho. Mucho. Media vuelta y subo al primer piso, a mi oficina.

Me olvidé de la lluvia.

20:10 / Paseo por todos los canales de cable. Con el control remoto, disparo a repetición sobre el televisor. Una hora frente al aparato y no veo nada. Ana prepara la cena. Spaghetti con crema. Se esmera mucho, ahora que es dueña y señora de la cocina. Escucho a Rodrigo tocar la guitarra en su cuarto. Un blues, suena tan bien. No conversamos mucho, él y yo, pero el jazz es una esquina donde nos encontramos bastante seguido.

Anita nos avisa que la comida está lista. Ha extendido el mantel sobre la mitad de la mesa. Antes, la ocupábamos completa. Nos sirve y nos mira expectantes. Muy ricos, exclamamos casi a dúo. Se hincha como un pavo. El televisor sigue encendido, registrando nuestras vidas. Rodrigo comenta que lo aplazaron en el parcial. Lo aliento, pronostico que en el próximo no va a fallar. Mi hija se ha peleado con una de sus amigas. Ocurre una vez por semana. Jura que no la va a llamar. Cuento dos o tres pavadas. Vamos terminando. Hoy me toca lavar los platos.

12:06 / Los chicos ya se han ido a dormir. Me aburro en un foro. Dejo algún comentario en un texto que leo distraído. Nada para retenerme frente a la pantalla. Apago la computadora.

Llega uno de los mejores instantes del día. En el dormitorio, recostado sobre las dos almohadas, abro el libro al azar. Son textos breves, se dejan abordar sin exigir lectura de las páginas previas. Leo.

"El amanecer abre un tajo ondulante en la negra neblina y separa la tierra del cielo.

Inés, que no ha dormido, se desprende de los brazos de Valdivia y se apoya en un codo. Esta toda empapada de él y siente ferozmente vivo cada rinconcito del cuerpo; se mira una mano, en la brumosa primera luz; la asustan sus propios dedos, que queman. Busca el puñal. Lo alza."

Qué hijo de puta este Galeano, pienso. Me gustaría escribir esas líneas, alguna vez. Avanzo en la lectura, persistente. Lucho por mantener abiertos los ojos. No puedo. Cierro el libro, apago la luz, extiendo el brazo. La cama de dos plazas es inmensa. Junto a mí, el hueco. Tal vez sueñe. Me oscurezco, me duermo.

Juan Carlos Sánchez

Lucía, me voy de casa


No fue su intención decir lo que dijo, ni cómo lo dijo, sino todo lo contrario y era difícil de explicar. Fue mal interpretado y por más que trató de ablandarlo, de desenroscar el mal pensamiento, no pudo. Inclusive, intentó volver atrás sus palabras y quiso justificarse con un mal estado de ánimo, un resfrío, una terrible congestión, un mal sueño, el apuro. Excusas. Lo dicho fue dicho y no se podía deshacer. Pensó en cambiar de tema o mostrarse más sincero y despreocupado pero la conversación volvía sobre sí misma y retornaba como un imán poderoso a aquello que se quería esquivar. La actitud de los brazos, en súplica y los gestos de la cara hacían suponer un perdón que no se estaba pidiendo, sino implorando. Peor.


Lucía no paraba de recriminarle las dos mil injusticias de los últimos años de convivencia. Los domingos de ir a la cancha; los colores de las paredes del comedor; las noches de NBA, tenis o golf; la camisa azul que se manchó con aceite de moto; los repasadores que se pierden por toda la casa… la decisión de tener un hijo. Según ella, no lo habían definido, iban a esperar unos años. Lucía quería terminar de estudiar, y, mientras tanto, iban a sacar un crédito para mudarse y recién después lo buscarían.


Estoy así por tu culpa. Lucía lloraba a borbotones y sostenía su panza de siete meses, más para exponerla como ariete que para contenerla de las emociones. Sos un egoísta de mierda. La discusión había empezado desde temprano, pero venían tanteándose desde hacía una semana, desde que la madre de Lucía había hecho un comentario desafortunado en la mesa del domingo. En tu familia, Rubén, ¿hay alguien que sirva para algo? Rubén se quedó en el molde en esa oportunidad, aunque no era la primera vez que la señora se mandaba con algo fuera de lugar. Por eso cuando quiso sumarse de colada a las vacaciones en Villa Gesell, Rubén le bajó el pulgar. Tu vieja es una metida de mierda. Antes de que venga con nosotros prefiero no ir a ningún lado.


La discusión se enredó como se enredó el ovillo que Lucía tenía en sus manos. Usaba la aguja como espada y las pelotas de lana eran granadas que volaban sin destino fijo. Cayeron dos vasos y unos cubiertos. Pará, que te va a hacer mal. Y qué te importa eso a vos. Es que... ¿Ahora pensás en tu hijo? Siempre pien... Qué vas a pensar vos, si me hiciste este bombo porque tenías miedo. ¿Miedo? Sí, miedo, cagón, miedo de que te abandonara. ¿Qué? Que sos un inútil, como dice mi mamá. La sílaba acentuada de la palabra inútil sonó interminable como el ulular de una ambulancia. Y en ese momento, para no quedar mancado en la disputa, mandó la amenaza que desató la ira de Lucía: me voy de casa.


Rubén andaba en pantalones cortos. Estaba preparándose para ir a jugar al fútbol con sus amigos como todos los martes. Ese martes era feriado, pero también era martes y tenía que ir. Había pensado qué ponerse y eligió la remera de la Roma porque tiene a la loba madre en su escudo. Quería hacer un gol y besar el escudo para dedicárselo a Lucía o poner la pelota debajo de la remera a la altura de la panza. En lugar de eso, andaba por la casa, persiguiendo o escapando de Lucía. Caminaba rengo porque tenía una media puesta y la otra no, la usaba de defensa contra la aguja de tejer y cada tanto miraba el reloj de la cocina.


No tenés alma. Sí. Si te vas a ir, andate de una vez. No. Te están esperando esas mierdas de tus amigos. Sí, no, no importa. Lucía agarró un repasador y se encerró en el baño. Lloraba y movía la tapa del inodoro o el botiquín. Se sonaba la nariz. Abría la canilla, la cerraba, abría y cerraba. Abrime. No, hijo de puta. Andate a ese fútbol de mierda. No, amor. Rubén se apoyó con la mano derecha y la oreja izquierda en la puerta. Con la otra mano estrujaba la media que no había llegado a ponerse. No forzó el picaporte, ni golpeó la puerta. Se quedó sentado con las piernas abiertas y la espalda recostada contra la puerta.


Lucía iba al colegio cuando él la conoció. Estaban en un kiosco. Ella se acercó y le pidió si podía comprar cigarrillos porque el ortiba del kiosquero no les vendía a menores. A Rubén le sorprendió que usara la palabra ortiba, la hacía ya en desuso y sólo por eso no dijo que no. ¿Cómo te llamás? Lucía, ¿y vos? Rubén. Rubén, ¿tenés novia? Rubén tenía treintidós y no tenía novia. Empezaron a salir. La primera vez fueron al zoológico y terminaron en un hotel de la calle Güemes. Rubén quería esperar, al menos, que Lucía cumpliera dieciocho. Ella no. Terminó el colegio. Al poco tiempo Lucía se empezó a quedar más seguido en la casa de Rubén. Cuando quedó embarazada…


En el piso, en el pasillo delante del baño, estaban los ovillos de lana celeste, las agujas y los escarpines sin terminar. Rubén los recogió y se puso a desenredar la lana y a enrollar los ovillos. La canilla del baño no goteaba. Se imaginó a Lucía sentada en la tapa del inodoro, abrazando su panza, diciéndole al bebé cosas feas de su padre. La hora del partido estaba por llegar. Rubén miró el reloj y se quedó acompañando a la aguja hasta que marcó las ocho en punto. Ahí, dejó las cosas de tejer y se puso la otra media. Maldijo su sangre caliente y su boca floja y se levantó para ir a buscar las zapatillas.


Apenas se había movido cuando Lucía abrió la puerta. Todavía estás acá.


–Siempre voy a estar acá.


Hilario González


Éxodo, huída y retirada.

Tu presencia

Tu ausencia pretende instalarse
donde no tiene permiso.
Pide a gritos hacerse forma,
devorar el espacio,
arrasar el silencio.

El aire de la mañana
se violenta con la amenaza
y el vacío arremete,
con intención firme y clara,
con la aniquilación como meta.

Y otra vez es resistida
y su impulso queda en nada:
salgo airosa de la batalla.

Porque no hay vacío sin permiso,
no hay desazón sin acuerdo,
no hay tormento sin avenencia.

Tu ausencia no es ausencia,
no es vacío,
no es nada.



Tu ausencia


Me despertó el rechinar de la puerta principal. "Tengo que aceitar esa bisagra", volví a pensar esa mañana.
Mientras afinaba el oído esperando el sonido de tus pasos en la escalera, el aroma del café recién filtrado llegó hasta mi cama. Antes de abrir los ojos, sentí la caricia del aire fresco que entraba por la ventana, y agradecí en silencio por los últimos días cálidos que seguíamos teniendo.
La casa se fue llenando de tu presencia.
Una sonrisa se asomó en mi cara y me invadió una oleada de felicidad, por todo, por nada en particular, por la vida como yo la conocía.

Entonces me levanté y un frío helado me entró en el cuerpo. Ya debería prender la calefacción. El frío llega un día, de repente y sin aviso.
Bajé a la cocina: otra vez el automático de la cafetera titilando, otra vez me quedo sin café. Maldita tecnología, inútil, vacía y llena de falsas promesas.
Me cambié con prisa y sin ganas y fui hasta la puerta principal. Ví que seguía con llave, y al abrirla sentí que el frío me mordía la cara.
Salí a la calle y a la vida en ayunas, preguntándome si hoy sería la última vez.



Oposición


La calle me recibió con un sol radiante. La sorpresa me obligó a dar vuelta la cara y esconder los ojos. Me encontré sintiéndome a la vez extrañada y maravillada por este vuelco tan inesperado.
Diría que fue con cierta timidez, a falta de una mejor palabra, que empecé a caminar hacia el día. No sé si el sol brillaba de una manera particular, pero por alguna razón indescifrable el verde no era verde sino esmeralda, pistacho, verde menta. Tampoco el cielo era azul; más bien turquesa, cobalto, azul pavo real. Reticente quizás sería más exacto.
La cuestión es que el resplandor de semejante sinfonía me animó bastante, y en ese momento el día volvió a empezar.
Y entonces la mañana me sonrió, el día se volvió dócil, y la tarde me reveló un par de secretos que necesitaba recordar.
Y así fue como todo fue fértil y fecundo, todo volvió a llenarse y a rebalsarse, y ya no hubo lugar para ausencias ni vacíos.
Al fin mi presencia volvió a encontrarme.



Corolario


El horizonte que sube y baja, denso y brillante tras la lluvia, visto desde mi hamaca.


agus

Diane Fossey

I have made my home among the mountain gorillas.

Gorillas in the Mist


Ricardo llegó tarde. Ya habíamos pedido algo para tomar. Todavía quedaban algunas mesas libres en El Faro. Fede nos estaba contando de su salida con la chica de contaduría y lo escuchábamos con interés fingido. Nos saludó casi sin mirarnos, en la mesa de la par un grupo de chicas festejaban un cumpleaños.

-Son cazadoras, tengan cuidado- dijo el Ciego señalándolas con el mentón, haciéndonos cagar de risa a todos –en serio les digo, no se rían, así era Mirta- agregó, y nos quedamos serios.

El Ciego no parecía recuperado después de lo de Mirta. Desde el momento en el que la conoció el tipo había cambiado, hasta que ella se fue de un día para otro, hace como seis meses. Nunca volvió a ser el mismo, ni en el trabajo, ni en su vida privada, recién ahora había aceptado salir con nosotros.

-Las minas son todas iguales- trató de animarlo Ricardo.

-¿Sabés cómo me di cuenta? Viendo un documental. Hay un insecto en África que se alimenta de termitas. Resulta que las termitas mezclan saliva y excremento con barro para hacer sus termiteros así que este bicho se cubre con esa mezcla,

-Que bicho de mierda- terció Fede mirando una rubia que se reía más fuerte que las otras.

-El tema es que las termitas son ciegas y no se dan cuenta cuando el bicho se acerca y se las va comiendo- volvió a la docencia el Ciego, empujándose los lentes con el dedo anular -Pero en realidad no se las come, en realidad se las chupa, les mete una especie de aguijón y les va chupando los órganos y las tripas y los sesos de a poco, mientras, la termita se sigue moviendo y se le acercan otras para ver qué le pasa, entonces el bicho deja a la termita seca y agarra otra. ¿Te das cuenta?

-¿De que?- preguntó Ricardo mientras se sacaba el carozo de una aceituna de la boca.

- De que el bicho se mete en el termitero, vive como una termita, las termitas creen que es una compañera o como se llame, pero el hijo de puta es otra cosa.

-Dejate de joder, Ciego, mirá como se está llenando esto de minas, pensá en otra cosa, tomáte mi fernet, yo pido otro- lo trató de animar Fede.

-Gracias- aceptó el Ciego –A lo que voy es a eso. Hay minas iguales, te chupan todo. No son como nosotros. Mirta, por ejemplo, no lo vi venir, cuando me di cuenta ya estaba atrapado.

-Claro- terció Ricardo –es lo que digo, son todas unas turras, la Bibi me gastó el aguinaldo en ropa para el casamiento de Caro. Ella cree que me lo regalan

-Te lo regalan, flaco, para lo que hacés en el laburo… -le palmeó la espalda Fede

-No entienden, lo que digo es que no son personas como nosotros, hacen algo para que nos confundamos, pero son distintas– el Ciego, viendo que los otros se trenzaban en su propia discusión, me agarró a mi -Es otra especie. Te consumen, te clavan un aguijón. Cuando vi el documental me quedé pensando y se me hizo todo muy claro.

-Nosotros vendríamos a ser las termitas y las minas son el bicho vampiro- le seguí la corriente, aburrido.

-Nosotros somos las termitas, pero entre nosotros están los bichos esos. Están mezclados con nosotros pero no nos damos cuenta, no podemos darnos cuenta

-Las minas entonces son vampiros.

-No boludo, cualquiera puede ser. Qué sé yo, puede ser una mina, tu jefe, un vecino, no sé. Lo importante es que vos no te das cuenta, no lo podés ver, no te riás, yo te estoy hablando en serio.

-A mí no me molesta que alguna de esas me chupe todo- volvió a la discusión el Fede indicando a la mesa de la par.

-La de rojo por ejemplo- agregó Ricardo.

-No me refiero a algo literal. Pero hay gente que te quita todo, te absorbe, te saca algo de adentro y cuando se van ya no sos el mismo. Puede ser un jefe, puede ser alguien cercano. No me miren así, es verdad. Pensá en los animales de África, hay una mina que vivió entre los gorilas como veinte años

-Ah sí, yo vi la peli, laburaba la misma actriz de Alien- le dije mientras le hacía señas al mozo levantando los vasos vacíos para indicarle que necesitábamos otra ronda.

-¿Entonces somos termitas o gorilas? –Ricardo se había perdido un poco.

-Mi jefe es medio gorila- insistía Fede, un poco más interesado en la charla viendo que la rubia no le daba bola.

-El mío es como el bicho de mierda, te chupa el cerebro el hijo de puta- agregó Ricardo mientras hacía lugar en la mesa para que el mozo acomodara el pedido.

-A lo que voy es que los Gorilas veían a la mina como uno más de la manada. En el cerebro de los gorilas no había diferencia entre ellos y la mina.

-Medio boludos los gorilas- agregó Fede mientras corría su silla hacia la mesa para dejar pasar un grupo que entraba al bar.

-No, que van a ser boludos si son los animales más inteligentes que hay- argumentó Ricardo, antes de levantarse para el baño.

-Tranqui flaco, no te des por aludido, el Ciego habla de otros monos- lo palmeó en la espalda el Fede.

-El tema es que inteligentes, o como sea, son animales- insistió el Ciego -y no se dan cuenta de que la mina es otra cosa. Lo que para nosotros es evidente ellos no lo pueden ver.

-Yo creo que los delfines son más inteligentes que los monos- agregó el Fede, un poco perdido con las elucubraciones del Ciego.

-El tema es que a los animales no les entra en la cabeza que la mina sea distinta que ellos, seguramente la ven distinta, o al principio capaz que no la aceptan, pero la mina es más inteligente. Se mueve igual que ellos, hace las mismas cosas y la terminan por aceptar. Lo peor de todo es que no necesita disfrazarse para que la acepten, se les mete en la cabeza de alguna manera hasta que los confunde o los engaña y queda mimetizada con el grupo.

-¿Cuál era la mina de Alien?- interrumpió Ricardo, que volvía del baño y empujaba la silla del Fede para que lo deje pasar.

-Sigorni uiver- le contestó Fede, contento de mostrar sus conocimientos.

-Entonces, imagínense alguien o algo más inteligente que nosotros que se quiera mezclar con nosotros –el Ciego no parecía molesto con las interrupciones –Imagínense que entre él y nosotros exista la misma distancia que hay entre nosotros y los monos.

-Bueno, no es tan difícil imaginarse un tipo más inteligente que Federico– dijo Ricardo apurando su Fernet y haciéndole señas al mozo para que trajera una picada.

-¿Las minas son más inteligentes que nosotros entonces?- preguntó el Fede tratando de entender algo.

-Si boludo, ¿no te diste cuenta?- le dije.

-No, lo que les quiero decir es que si alguien es lo suficientemente inteligente puede tomar cualquier forma.

-¿Las minas son camaleones?- Fede profundizaba su confusión.

-Ojalá, yo le pediría a la Bibi que se transforme en Pampita- agregó Ricardo.

-¡Pero no son minas!- explicó el Ciego.

-A un amigo le pasó- contó Federico, que siempre tenía una historia de esas –El tipo estaba embalado como tren japonés y resultó que no era mina…

El Ciego, por un momento pareció perder la paciencia y lo miró callado. Después suspiró y continuó, dirigiéndose a Ricardo y a mí. El Faro ahora estaba lleno, había gente parada apoyada contra las paredes, las luces comenzaron a bajar y la música a subir.

-Lo que quiero decir es que estos cazadores no son personas. Son algo distinto, parecen personas pero son algo más avanzado y por eso nos pueden engañar aparentando ser como nosotros. No me miren así, se parecen al boludo de mi sicoanalista, se la da de progre pero cuando le hablé del asunto me quedó mirando con esa misma cara de pelotudo.

-No te ofendás Ciego, pero ¿qué te fumaste?- le dije.

-Imaginate esos seres mezclados con nosotros, inteligentes, superiores, avanzados, que se nos meten en la cabeza aprovechándose de que no somos como ellos, de que no somos tan inteligentes. Nos observan, nos analizan, nos manipulan, nos sacan algo. Pueden hacernos lo que sea, como el bicho a las termitas.

Por un momento nos quedamos en silencio, cada uno con su trago, mirando a la gente. Al grupo de la par, a la rubia que se reía fuerte, a la de rojo.

-No les parece- dijo después de un rato el Ciego, acomodándose los anteojos.

-Qué te puedo decir- le contesté, levantamos los hombros y las cejas, con las palmas abiertas

-Pensá en los peces, por ejemplo. Toda su vida vivieron en el río, nunca salieron del río, lo conocen hasta la última piedrita, hasta el último rincón, saben dónde empieza y dónde termina. Creen que el río es el universo y que no hay nada más allá, pero ahí nomás está el pescador, pegado a ellos, no lo ven pero está ahí, y les pone la carnada frente a sus narices. A veces ni siquiera es lo que comen los peces, es algo que se le parece y los peces confiados lo muerden, muerden el anzuelo, ¿vos creés que se dan cuenta de lo que les pasó?

-La verdad es que me confundo un poco- admití.

-Yo también, no lo tengo muy claro- bajó la mirada el Ciego, como abatido –pero estoy seguro de que la analogía vale. No te digo que sea igual, pero sirve para hacerse una idea.

-¿Entonces son como un extraterrestre, como en hombres de negro? –preguntó Ricardo un poco en serio tratando de pinchar una aceituna.

-Algo así, creo yo. Pueden ser de otro lado o pueden ser de aquí mismo, de un lugar pegadito a nosotros pero distinto y que no podemos ver porque estamos limitados por los sentidos o por la inteligencia. Pero están mezclados, no están disfrazados, sólo nos confunden o nos engañan, no necesitan de ningún disfraz. Son mucho más pícaros que nosotros.

-Que loco –admití. El Ciego siempre había sido intelectual y ahora se le sumaba el trauma de Mirta.

-Y lo peor es que no se me ocurre qué es lo que quieren, capaz que sea como les digo, nos sacan algo que ellos necesitan. O tal vez quieren otra cosa, no sé, estudiarnos, conocernos.

-A los peces los pescamos para alimentarnos –argumentó Ricardo. –Cuando cazás un animal de un tiro, el bicho no sabe qué le pegó, no sabe qué lo está matando.

-También puede ser– contestó el Ciego –o capaz que hay un poco de todo. Hay cazadores, hay otros que nos estudian, están los que nos sacan algo y nos van matando de a poco como el bicho.

-Como el bicho de mierda- dijo el Fede.

-Como Mirta- agregó el Ciego. –Mientras estaba conmigo llegué a necesitarla tanto que no me imaginaba la vida sin ella, pero estar con ella era… no sé, no era bueno, me sacaba algo de adentro, de a poco, me quitaba todas las energías, me agobiaba.

-Era una mina absorbente -traté de explicar–, ¿era posesiva, no? Muy posesiva.

-No, era algo peor. No me podía separar de ella pero sentía que me estaba matando– dijo y se quedó callado un rato, mirando hacia afuera, mientras se mordía un padrastro. Luego de un rato agregó: -Me tengo que ir.

En silencio terminó su trago. Fede se acercó a las chicas de la par.

-Lo que no entiendo- le dije mientras se ponía la campera para salir –es que si Mirta era eso que contaste, te haya dejado, haya desaparecido así, de un día para otro. Porque como vos los describiste no te sueltan hasta matarte.

-No es tan literal, pueden matarte de muchas formas, hay personas que se suicidan o que no les quedan ganas de vivir, quedan muertas en vida.

-Pero vos no, Ciego, quedaste afectado pero no destruido.

-Claro, pero Mirta no pudo, yo me di cuenta viendo ese documental- agregó –no la dejé terminar, era ella o yo. No tenía alternativa.

-Entonces ¿no te abandonó, vos la echaste?

-No entendés, los cazadores no te dejan, no se van. No tenía alternativa – agregó mirándome fijamente, como buscando una respuesta de mi parte, o una aprobación tal vez –no tenía alternativa.

Se despidió y se fue.

Horacio Paz

Barajar de nuevo


Llegué de trabajar. El estaba haciendo fiaca, mirando la tele.
Lo miré desde la puerta, necesitaba guardarme esta imagen: se acomodaba el pelo rubio, se rascaba la rodilla y me hacía un gesto con la mano invitándome a sentar a su lado.
Me senté en la cama y le dije que quería que habláramos.
Apretó el control remoto y apagó el aparato.
-Te escucho –dijo, y me clavó su mirada gélida.
-No quiero más. Se terminó - dije yo.
Empezó la charla. Su tono era pausado, pero no calmo.
¿Por qué?¿Qué querés hacer? ¿Qué necesitas? ¿Qué paso, ahora?


Hablamos durante horas. Y le explicaba: mis necesidades, mis ganas de crecer, de probar un proyecto, de vivir sola un tiempo.
Repetía mis palabras en otro tono, irónico, sarcástico:
-¿Vivir sola? ¿No conmigo? ¿La casa? ¿Nosotros? ¿Nuestro proyecto?
¿Te acordás que teníamos un proyecto juntos, vos y yo?
¿Dónde quedo yo? ¿Pensas en mí, en esto de "necesito estar sola"?
Yo no importo un carajo, ¿no? - me gritó.
Se levantó y empezó a dar vueltas por todo el cuarto. Se agarraba la cabeza, giraba su cuello, se me acercaba y me miraba a los ojos, y repetía la última frase con furia.

No había vuelta, esta vez y después de 10 años se terminaba y de verdad.

Me vi a mí misma, tenía 16 años y estaba enamorada de este señor que hoy tenía al lado, adolescentes los dos, con escasos años de diferencia. El mundo era un lugar increíble: secundaria, playa, pensar en qué íbamos a estudiar, y soñar la vida juntos.

El estudió diseño, yo comunicación. Nos cruzábamos en el Pabellón III de Ciudad Universitaria. Celos, peleas, reencuentros. Descubrirnos fue divertido, y a pesar que, en estos diez años nos separamos varias veces (viajes, estudios, terceros), aparecía uno u otro con alguna excusa. Siempre existía la puerta para volver.
¿Porqué? creía que era lo mejor que me iba a pasar. Porque lo conocía y me parecía un lugar seguro.


Fuimos a almorzar un mediodía después de seis años de no vernos.
Yo había conseguido una pasantía en un diario, trabajaba mucho, pero me encontré con una profesión que me maravillaba, y me sentía feliz, él me contó que diseñaba muebles y los vendía en algunas casas de decoración, que estaba bien; en algún momento todo encajó.
Yo creía que estar enamorada eso: alguien que me dijera por dónde ir. Que me cuidara y soltara un "te quiero" de vez en cuando.

Volvimos, y al amor se sumaba el trabajo, la familia y la alegría general de nuestro reencuentro. Me di cuenta tarde de que esta historia terminaba.

El decía que yo lo completaba, hacía proyectos, de nosotros, con cuatro hijos, y una doble lectura acerca de mí y mi tiempo: de qué me iba a ocupar, donde iba a vivir, que tipo de vida íbamos a tener.

Un día me senté enfrente de la computadora.
Ví pasar imágenes de lo que podría ser una vida juntos y me descompuse.
Me encerré en el baño y lloré.
Pensaba qué me enamoró de él: su inteligencia, su capacidad de resolver, su seguridad en sí mismo. Era irónico, posesivo y bastante cabrón.
Un tipo hábil, que sabía cuándo sonreír y cuándo callarse la boca.

De pronto tanta seguridad me asfixiaba, y había riesgos que necesitaba correr.

Entendí que no quería ser la mitad de nadie, no sabía si me interesaba tener hijos, o casarme. Solo tenia en claro que él representaba lo que no quería más y tenía que encontrar la manera de decírselo.

- Vos sin mí, no sos nada, nena- me dijo - no vas a poder sola, vas a volver, siempre volvés –remató con sarcasmo, mientras me agarraba fuertemente del brazo y me soltaba con rabia.
Lo prefería así y no lastimoso, era más fácil salir.

Me fui, caminé un rato, y la sensación de viento en la cara me dio un poco de alivio.

Lo encontré varios años después, de casualidad en un café, estaba casado y con un bebe en brazos, me puse nerviosa y pensé "¿estaré linda?, me sonrió, Y se acercó:
-¿Cómo estas? ¿Qué es de tu vida?- preguntó con calidez.
-Bien, trabajando mucho - contesté nerviosa.
-¿Trabajando mucho? preguntó algo contrariado, no podría asegurar el tono.
-Sí –dije algo incómoda- estoy bien, estoy con alguien, contenta.
Me miró relajado, y dijo: -Me alegra, se te ve bien.


Antebi

Historias con arena


El acacial


Calle de arena, una tranquera y un cartel que dice "el acacial". Muchas acacias, un camino angosto con la huella marcada, termina donde hay una casa blanca anclada en un médano.

Era el cumpleaños de un amigo de Menchu y Gri, anfitriones de la reunión. Ella había cocinado pollo y arroz con una salsa de champiñón exquisita. El Menchu nos sugirió comer despacio porque las raciones que había no eran abundantes. Dijo "es una buena forma de engañar al estómago, sobretodo en el invierno cuando las provisiones escasean".

Éramos ocho sentados en banquetas alrededor de una mesa rectangular de madera oscura, los platos eran rústicos con dibujos de pececitos, hechos por Gri. Una vez que nos servimos le dieron la cacerola con la comida al hijo menor y a sus cuatro amigos (estaban pasando ahí parte de sus vacaciones). Se sentaron en una mesa ratona cerca de nosotros.

Afuera no había viento, el cielo oscuro y estrellado. Se escuchaba el sonido del mar, estaba tan solo a 200 metros. Los perros acostados en la entrada de la casa, cada tanto ladraban, la gata con sus gatitos daban vuelta por todos lados. Nosotros saboreábamos lentamente la deliciosa comida.



El punk


Un día soleado y ventoso. Una playa ancha y vacía. Cada tanto una sombrilla, alguna familia o pareja. El mar, la arena, los tamariscos enmarcaban el paisaje. A lo lejos se veía el centro, las playas pobladas. Allá los sonidos eran otros, acá solo se escuchaba las olas, el viento y alguna gaviota.

Muy flaco, alto, despeinado, con anteojos, sesenta y pico de años, una malla antigua y una camisa desabrochada, el viento la hacía flamear. Ahí estaba, su caminar parecía el de un león enjaulado.

Caminaba por la orilla del mar, juntando caracoles, tirando algunos a lo lejos. Por momentos se detenía, a veces miraba al horizonte otras veces al suelo. Las olas iban y venían, la arena aparecía y desaparecía.

El día anterior se había sumado a la ronda de mate, era amigo del dueño de uno de los campings que están detrás de los médanos. Llegó, se presentó y en instantes empezó a contar una anécdota disparatada de él en los años ´70. Un viaje a EE.UU en el cual le habían dado un auto para que llevará de una ciudad a otra, en ese recorrido le pasaron un sin fin de cosas. No paraba de hablar, se perdía en la historia. Algunos de los presentes se cansaban de escucharlo, no le entendían, se aturdían. A mí, a pesar de su verborragia desordenada, me generaba muchas ganas de escucharlo, me interesaba lo que contaba y hasta su estilo atolondrado.

Me acerqué, nos saludamos y me dijo "Estoy nervioso, no sé qué hacer. Faltan cinco días para que vuelva mi hija." Era la primera vez que compartía las vacaciones con su hija, del mes que estaban pasando juntos "la nena" se había ido esa semana con una amiga.

Empieza a hablar, como el día anterior, mucho, desordenado. Por momentos me cuesta entenderlo, seguir la idea de lo que dice. Voy armando en mi cabeza algunas de las cosas que voy entendiendo. Empiezo a acompañar sus movimientos mientras me va contando parte de su historia.

Vive en Buenos Aires, tiene un puesto de libros en Parque Centenario, lo comparte con su ex mujer. Se separó hace 10 años, desde entonces vive en diferentes hoteles de la zona.

Cuando su hija tenía 6 años, "la mamá de la nena" empezó hacer cosas que a él no le gustaban. El hijo de su mujer se mudó a vivir con ellos y, para acomodarse en el tres ambientes la mujer hizo que la nena duerma en el living y le dio el cuarto a su hijo. Esa situación hizo que decidiera irse. A partir de ese momento, empiezan unos años en donde la presencia de abogados y trabajadores sociales se hace cotidiana.

A medida que va hablando se angustia, se disculpa y sigue con el relato. Cuando termina de contar las peripecias de esos 10 años sin poder vivir con la hija dice, "igual, cuando cumpla 18 va a elegir ella, falta poco".



Yendo


Caminaba sin saber a dónde. El viento ensordecía su cara, no podía escuchar nada más que el ruido que hacía en sus oídos. Miraba las calles, las alturas, volvía a mirar el plano, tenía que preguntar. Los pies se hundían en la arena. Las piernas sentían el esfuerzo de caminar en contra del viento y en la arena floja. Le faltaban 500 metros. En la esquina había un quiosco de revistas abierto, le dijeron que solían ser buenos lugares de referencia urbana. A lo lejos, en la orilla, ve un bulto, no puede darse cuenta de qué es. El quiosquero era un señor mayor, le consulta por la dirección a la que tenía que llegar. Se va acercando a eso, le parece que es un lobo marino. Cordialmente el hombre le dice que está cerca, tenía que caminar seis cuadras en sentido contrario al que venía. El lobo marino la mira, ella a él, se da cuenta que está lastimado, sigue caminando, tenía que avisar para que lo ayudaran. Retoma su camino, ahora si sabía cómo llegar, iba a llegar. Llega, la puerta húmeda y sucia por el salitre, golpea, le abren, pide el teléfono.



Abuelos


Están juntos desde los 18 años, tienen 84. Caminan muy despacio tomados de las manos.

Nacieron en 1925, ella en Chivilcoy, él en Capital Federal. Sus abuelos fueron inmigrantes de España e Italia, ellos eran la segunda generación en Argentina. Él es el mayor de dos hermanos, ella tenía dos hermanos y tres hermanas, hoy son cuatro.

Ella hizo la primaria y a los 14 años se mudó a Buenos Aires donde empezó a trabajar como ayudante en una peluquería. Él termino la secundaría con orientación en eléctrica y su primer trabajo fue en la Unión Telefónica.

Se conocieron en un baile que organizaba un club del barrio, los dos tenían 18. Ella en ese momento trabajaba en una editorial, en el área de encuadernación. Él estaba por empezar el servicio militar.

Estuvieron de novios cinco años, el 12 de junio de 1948 se casaron. Ella a partir de ese momento empezó a trabajar como tejedora, tejía pulóveres en su casa y los vendía a diferentes boutiques. Él se inicio en la docencia en escuelas técnicas, su materia era taller de electrónica.

Sacaron un crédito y se compraron su casa en el barrio de Pompeya, en ese entonces sus calles eran de tierra.

En el ´50 nace su hija y en el ´55 su segundo hijo. En la casa de ellos, vivieron diferentes familiares en distintos momentos: los hermanos solteros, los padres de los dos, primero los de ella y después los de él. Los cuatro vivieron ahí sus últimos años de vida.

Ella con el nacimiento de sus hijos dejó de trabajar, se dedicaba exclusivamente a la casa y a sus hijos. Él dejó la Unión Telefónica para abrir con un amigo una imprenta en Parque Chacabuco. Trabajaba en la imprenta y después recorría un par de colegios donde durante 30 años dio clases.

En el ´73 se casa la hija y en el ´76 nace su primera nieta. A principios del ´77 se casa el hijo y para julio de ese año el matrimonio es parte de los desaparecidos de la dictadura militar.

Al año siguiente la hija y su familia se mudan a un pueblo en la costa. Ella empieza a formar parte de Madres de Plaza de Mayo. Su vida se organiza a partir de lo que hacían con ese grupo de mujeres enfurecidas. Él seguía trabajando en la imprenta y colaboraba con todo lo que estaba a su alcance.

En el ´79 nace su segundo nieto. Su hija y yerno licitan un balneario. Les proponen que lo trabajen ellos, de esta forma se garantizaban estar juntos 4 meses al año. Ellos aceptan, entre otras cosas tienen la ilusión que al regreso de su hijo el balneario pueda ser para él.

Pasaron 30 años, el balneario terminó. Ellos viven en Buenos Aires, la hija y la nieta también, el nieto se quedó en la costa.

Juntos siguen caminando, ahora muy despacio pero siempre de la mano.


Eva Chiesa

Marzo/Abril 2009


Videoclip

La música es estridente, pero ya no me aturde. Necesito otro trago. Estoy demasiado sobrio. Pasa, me atropella en medio del tumulto. Está bien, bastante fuerte. Con algunas copas de más. La tomo de un brazo, la beso. Fugaz, con pasión. Espero, expectante. Me mira y baila. Bailo. Nos empujan. Empujamos. Sonreímos. Aterrizamos en la barra. Hago una seña y nos sirven algo. Acaba su bebida en un instante. Me agarra de la mano, salimos. Caminamos hacia la costa. Cruzamos dos o tres palabras. Nada especial. Sólo tonterías para llenar el silencio. La noche es cálida. La luna llena, luminosa, me invita a un comentario. Se ríe a carcajadas. Se escucha el ruido de las olas. Nos quitamos las zapatillas. Siento la arena húmeda. Arranco la rama de un tamarisco. Corre por la playa. Parece divertirse. Algunas fogatas, a unos metros de distancia. Anuncian entreveros de cuerpos. Diviso unos médanos. La llamo y trepamos. Buen lugar, casi un privado. No soy exhibicionista. La miro y espero. Se arrodilla, vuelve a reírse. Recorre mis piernas con sus uñas. Me lastima un poco. Me impaciento. Me baja las bermudas y el slip. Algunos segundos de estimulación. Comienza su tarea. Es buena, tiene oficio. Me quedo quieto. Cierro los ojos. Siento el ajetreo. El movimiento acompasado de su cabeza ya me aburre. La aparto, la tumbo de espaldas. Subo la remera, bajo el corpiño. Son chiquitas, se ven muy planas. Recorro con la yema de los dedos. Aprieto. Froto hasta que se ponen duros, muy duros. Gime, bajito. Ahora, la minifalda hasta la cintura, la tanga vuela por el aire. La miro a la cara, alcanzo a ver sus ojos, bien abiertos. No quiere perderse nada. Abro, penetro. Vaivén lento, demoro, disfruto. Soy un clásico, sigo el manual al pie de la letra. Poco a poco, aumentar el ritmo, detenerse un instante, demorar el clímax. Alguien pasa cerca, más allá de las dunas. Se escuchan gritos, un par de borrachos. Sólo una distracción de segundos. No perturba mi mecánica en absoluto. Acelero. Ella se arquea para mejorar el acople, echa la cabeza hacia atrás. Se muerde los labios. Sólo el rítmico sonido de mi cuerpo pujando contra el suyo. Acabo. Parece que ella también. Saco, me limpio con su bombachita. Me tomo un respiro. Me levanto de un salto. Quito la arena de mis muslos, de los brazos. Me acomodo la ropa. Me voy sin saludar.


Juan Carlos Sánchez

El hombrecito del azulejo

A la vuelta de mi casa hay un hombrecito que duerme en la calle. Es una persona en escala, mide un metro y medio, más o menos. Tiene rasgos de nene, pero la piel de su cara está arrugada como una pasa de uva. Le calculo unos cincuentipico de años. Tiende su cama en la vereda, a la sombra de un balcón, contra la pared de una casa que tiene mármoles negros en el frente. Cuando llega la tarde, desenrolla una par de frazadas y las estira suavemente, con lentitud y prolijidad, evitando que queden pliegues o las puntas dobladas. Lo vi varias veces hacerlo, se toma su tiempo. Actúa como si estuviera en su propia casa. Se acomoda dando la espalda a la calle, apoya su cabeza justo donde hay un pedazo de azulejo tapando una parte rota del mármol y duerme como si tuviera techo y paredes y las ventanas evitaran todos los ruidos.

Me llama la atención por varios motivos: tiene el pelo corto, bastante oscuro para su edad y siempre bien peinado; usa un saco cruzado a cuadros, camisa y pantalón de jean. Todas las prendas están limpias y sus zapatos brillosos. Cuando vuelvo de la iglesia, paso por ahí y lo encuentro dormitando, acurrucado en su cama y veo que tiene una mano metida en su entrepierna, por adentro del pantalón. Se toca con total desparpajo.


Hilario González