Lucía, me voy de casa


No fue su intención decir lo que dijo, ni cómo lo dijo, sino todo lo contrario y era difícil de explicar. Fue mal interpretado y por más que trató de ablandarlo, de desenroscar el mal pensamiento, no pudo. Inclusive, intentó volver atrás sus palabras y quiso justificarse con un mal estado de ánimo, un resfrío, una terrible congestión, un mal sueño, el apuro. Excusas. Lo dicho fue dicho y no se podía deshacer. Pensó en cambiar de tema o mostrarse más sincero y despreocupado pero la conversación volvía sobre sí misma y retornaba como un imán poderoso a aquello que se quería esquivar. La actitud de los brazos, en súplica y los gestos de la cara hacían suponer un perdón que no se estaba pidiendo, sino implorando. Peor.


Lucía no paraba de recriminarle las dos mil injusticias de los últimos años de convivencia. Los domingos de ir a la cancha; los colores de las paredes del comedor; las noches de NBA, tenis o golf; la camisa azul que se manchó con aceite de moto; los repasadores que se pierden por toda la casa… la decisión de tener un hijo. Según ella, no lo habían definido, iban a esperar unos años. Lucía quería terminar de estudiar, y, mientras tanto, iban a sacar un crédito para mudarse y recién después lo buscarían.


Estoy así por tu culpa. Lucía lloraba a borbotones y sostenía su panza de siete meses, más para exponerla como ariete que para contenerla de las emociones. Sos un egoísta de mierda. La discusión había empezado desde temprano, pero venían tanteándose desde hacía una semana, desde que la madre de Lucía había hecho un comentario desafortunado en la mesa del domingo. En tu familia, Rubén, ¿hay alguien que sirva para algo? Rubén se quedó en el molde en esa oportunidad, aunque no era la primera vez que la señora se mandaba con algo fuera de lugar. Por eso cuando quiso sumarse de colada a las vacaciones en Villa Gesell, Rubén le bajó el pulgar. Tu vieja es una metida de mierda. Antes de que venga con nosotros prefiero no ir a ningún lado.


La discusión se enredó como se enredó el ovillo que Lucía tenía en sus manos. Usaba la aguja como espada y las pelotas de lana eran granadas que volaban sin destino fijo. Cayeron dos vasos y unos cubiertos. Pará, que te va a hacer mal. Y qué te importa eso a vos. Es que... ¿Ahora pensás en tu hijo? Siempre pien... Qué vas a pensar vos, si me hiciste este bombo porque tenías miedo. ¿Miedo? Sí, miedo, cagón, miedo de que te abandonara. ¿Qué? Que sos un inútil, como dice mi mamá. La sílaba acentuada de la palabra inútil sonó interminable como el ulular de una ambulancia. Y en ese momento, para no quedar mancado en la disputa, mandó la amenaza que desató la ira de Lucía: me voy de casa.


Rubén andaba en pantalones cortos. Estaba preparándose para ir a jugar al fútbol con sus amigos como todos los martes. Ese martes era feriado, pero también era martes y tenía que ir. Había pensado qué ponerse y eligió la remera de la Roma porque tiene a la loba madre en su escudo. Quería hacer un gol y besar el escudo para dedicárselo a Lucía o poner la pelota debajo de la remera a la altura de la panza. En lugar de eso, andaba por la casa, persiguiendo o escapando de Lucía. Caminaba rengo porque tenía una media puesta y la otra no, la usaba de defensa contra la aguja de tejer y cada tanto miraba el reloj de la cocina.


No tenés alma. Sí. Si te vas a ir, andate de una vez. No. Te están esperando esas mierdas de tus amigos. Sí, no, no importa. Lucía agarró un repasador y se encerró en el baño. Lloraba y movía la tapa del inodoro o el botiquín. Se sonaba la nariz. Abría la canilla, la cerraba, abría y cerraba. Abrime. No, hijo de puta. Andate a ese fútbol de mierda. No, amor. Rubén se apoyó con la mano derecha y la oreja izquierda en la puerta. Con la otra mano estrujaba la media que no había llegado a ponerse. No forzó el picaporte, ni golpeó la puerta. Se quedó sentado con las piernas abiertas y la espalda recostada contra la puerta.


Lucía iba al colegio cuando él la conoció. Estaban en un kiosco. Ella se acercó y le pidió si podía comprar cigarrillos porque el ortiba del kiosquero no les vendía a menores. A Rubén le sorprendió que usara la palabra ortiba, la hacía ya en desuso y sólo por eso no dijo que no. ¿Cómo te llamás? Lucía, ¿y vos? Rubén. Rubén, ¿tenés novia? Rubén tenía treintidós y no tenía novia. Empezaron a salir. La primera vez fueron al zoológico y terminaron en un hotel de la calle Güemes. Rubén quería esperar, al menos, que Lucía cumpliera dieciocho. Ella no. Terminó el colegio. Al poco tiempo Lucía se empezó a quedar más seguido en la casa de Rubén. Cuando quedó embarazada…


En el piso, en el pasillo delante del baño, estaban los ovillos de lana celeste, las agujas y los escarpines sin terminar. Rubén los recogió y se puso a desenredar la lana y a enrollar los ovillos. La canilla del baño no goteaba. Se imaginó a Lucía sentada en la tapa del inodoro, abrazando su panza, diciéndole al bebé cosas feas de su padre. La hora del partido estaba por llegar. Rubén miró el reloj y se quedó acompañando a la aguja hasta que marcó las ocho en punto. Ahí, dejó las cosas de tejer y se puso la otra media. Maldijo su sangre caliente y su boca floja y se levantó para ir a buscar las zapatillas.


Apenas se había movido cuando Lucía abrió la puerta. Todavía estás acá.


–Siempre voy a estar acá.


Hilario González


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